AL AMANECER
El despuntar del día suele sorprenderme con el sueño todavía enmarañado entre los ojos. Mi mente va escurriéndose de la somnolencia propia de la noche de una manera gradual, pausada, yendo y viniendo entre el blanco y el negro. Y todo ocurre en ese momento, cuando el alba espera inquieta a que el sol – peinado con sus inevitables mechas rubias – claree el azul oscuro de la noche. Es en ese afortunado instante cuando el Amanecer deja caer en mis manos un regalo.
Siempre ocurre lo mismo. Al entreabrir los ojos tropiezo con sus colores. El regalo es, en verdad… ¡soberbio! Y lo acaricio animosamente con la imaginación, con el afán de desdoblar todos sus escondrijos.
Suelo remolonear un buen rato entre las intrigadas sábanas, feliz y ansiosa por esbozar sus posibles tonalidades.
¿Tendrá éste de nuevo olor a tierra mojada? ¿Será atrevido o tiernamente tímido? ¿Estará caldeado por la tibieza del sol o tiritará bajo la insolencia de algún viento? Y así, entre fantasías y ensueños, dejo que él al igual que yo, se desperece y vaya adquiriendo forma y alma.
El regalo apenas puede contener a los impacientes segundos que, en un esmerado orden y rigurosa fila india, se van escapando de los minutos. Mientras que las horas, a la fuerza más lentas y esforzadas, se mantienen atentamente dobladas a la espera de entrar en acción.
De ésta manera el Amanecer me hace- siempre con el Destino como cómplice silencioso- el mejor de los regalos: un nuevo día todavía sin desenvolver.
Rosaana B.