El recuerdo de aquel Pacto se deslizó en mi mente una limpia noche de invierno, tal

vez porque la nostalgia de un recuerdo lejano mordía el alma.

Había ya esperado demasiado tiempo en la puerta de la memoria.

Hacía frío y él- creo – llegó para calentarme.

No sé muy bien porqué escogió aquel atardecer, nunca llegué a preguntárselo.

Sí recuerdo, sin embargo, que el cielo se presentó tan cargado de estrellas que se disputaban un lugar desde donde poder brillar.

Lo que querían – ahora lo sé – era participar de ese momento de confidencia desde lo alto del firmamento.

Y su llegada encendió una memoria olvidada: un Pacto que había tenido lugar mucho tiempo atrás, en un lugar enredado en la niebla del olvido.

Fue ese un Pacto sublime.

Un Pacto de Amor conmigo misma.

Un Pacto que me permitía descender a una agitada dimensión temporal  donde experimentar aciertos y desaciertos, éxitos y fracasos, cordura e imperfección.

Y supe también que llegué – por si fuera poco – acompañada de un trozo de Cielo residiendo oculto y atento dentro de mí.

Lo más Grande en lo más pequeño.

Lo Infinito en lo finito.

La Luz en la oscuridad.

Y ahora cada vez que lo recuerdo me pregunto cómo tuve el atrevimiento.

Tuvo que ser un Amor muy grande aquel.

Esa memoria puso en mis manos el mayor de los prodigios: la Esperanza.

Y entendí – fascinada y agradecida a partes iguales – que llegó para quedarse.

Rosaana B.

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