Hacía ya algún tiempo que presentaba síntomas abiertamente preocupantes.
Estaba inapetente y muy aburrida, como sosa. Sin gas. Sin ganas.
Sus días se arrastraban y sus horas – en un desesperado intento de llenar el día – se estiraban hasta hacerse eternas.
Hasta que tras un último y traqueteante esfuerzo, la Vida se quedó así, en punto muerto.
Se me ocurrió llevarla hasta lo alto de una colina – con el viento de las circunstancias a favor – y dejarla caer pendiente abajo.
Funcionó por un tiempo, hasta que irremediablemente la falta de combustible se impuso de nuevo y se quedó ahí quieta,
mirándome con esos ojillos tristes y monótonos de quien se siente desdichadamente abatida.
Y es que en tiempos difíciles puede ocurrir que para seguir adelante sea necesario poner la confianza no en lo que se puede ver sino en lo que se puede imaginar.
A eso se le llama tener Fe.
Y con la confianza de mi lado y la esperanza renovada, encendí el motor del entusiasmo.
Y entre la pasión y el empeño, la vida volvió a rodar de nuevo.
Al principio – todo hay que decirlo – chirrió un poco, por eso de la falta de costumbre y cierta indecisión en los días más grises.
Pero el entusiasmo resultó el más esforzado de los carburantes,
y paulatinamente la Vida dejó de vestirse de luto para ir pintando sus días de rojo-ilusión y verde-promesa.
Rosaana B.