LA HUMILDAD Y EL ABECEDARIO

Ella misma había escogido escribirse con letras minúsculas.

Las minúsculas armonizaban mucho mejor con su propio e inalterable código de conducta. Más ligeras y livianas. Más modestas, mucho más prudentes.

A las letras mayúsculas les encantaba ser admiradas y – prepotentes y vistosas – se empeñaban en ir siempre por delante de sus compañeras de alfabeto.

Las negritas, por su parte – en su desmedido afán por resaltar – necesitaban de más tinta para escribir exactamente lo mismo. Les fascinaba ser el centro de atención.

Y las cursivas, a su vez, se consideraban especiales, inclinandose sobre sí mismas para indicar que eran ellas las elegidas.

Así que la humildad, para andar por el mundo, escogió las campechanas y joviales minúsculas. Sin embargo, nadie se explicaba por qué las letras de la humildad destacaban tanto. Querían pasar desapercibidas, pero no lo lograban.

A su paso, las altivas letras mayúsculas se apartaban, admiradas por su porte y elegancia.

En su presencia, negritas y cursivas enmudecían, hechizadas sin medida por su dorado resplandor.

Era un misterio para todo el abecedario. La luz que desprendían delataba que no se trataba de unos caracteres vulgares ni ordinarios, a pesar de no pertenecer a la dinastía de las negritas ni a la estirpe de las relamidas cursivas. Nunca las letras minúsculas habían sido tan poderosas. Eran pequeñas pero irremediablemente atractivas. Sencillas y sin embargo enérgicas. La caligrafía se hallaba completamente desconcertada.

Y mientras tanto, las letras sosegadas de la humildad se paseaban sigilosas y prudentes, enroscando así en su propia pequeñez, el secreto de su enorme grandeza. Y es que la nobleza de pensamiento – refugio secreto de la humildad – está configurada para ser invisible.   

Rosaana B.