LA VALENTÍA DEL CORSARIO

Cruzar el océano de la vida sin naufragar -al igual que enfrentar los intrincados asuntos del ego -requiere más valentía que inteligencia.

Vivir con valentía entraña adentrarse en lo desconocido a pesar de la oscuridad, aceptando los inquietantes desafíos que implica dejarse guiar por el corazón.

Olvidarse del miedo a perder todo lo conocido, intuyendo con inexplicable certeza que tras las aparentes pérdidas hay todo un universo de ganancias.

Implica fallar y empuñar los ideales de nuevo, una y otra vez, con la tenacidad de un guerrero.

Conlleva dejarse sorprender por las tormentas, dejando al descubierto la propia vulnerabilidad.

Se trata de no tirar la entereza por la borda en medio de la violenta tempestad.

Y continuar navegando.

De no perder el equilibrio ni la sabiduría aún envuelto en la negrura de una tormenta que amenaza con no tener fin.

Y continuar navegando.

De ser fiel a la meta establecida cuando la trampa del cansancio trueca la tierra prometida por falsos horizontes con más sol y menos problemas.

Y continuar navegando.

Se trata de mantener la dignidad de no bajar los propios estándares para dar cabida a aquellos que no quieren elevar los suyos.

Cuando la tentación de eludir el desafío por miedo a la derrota es grande, el verdadero guerrero mira hacia adentro, y solo continúa navegando.

Para ello hay que poseer el alma de un  pirata y la osadía de un corsario.

Si se permanece valeroso, la recompensa no tiene precio. Es tocar el cielo con la punta del garfio.

Por eso, el buen Dios, que tiene algo de pirata, se ha colado en los corazones. Porque es ahí donde se libra la más sagrada de las cruzadas y donde reposa el anhelado tesoro: la conquista de uno mismo.

Rosaana B.