Quise conocer a Dios.
Era ya demasiado el sinsentido acumulado
en la retaguardia de tantas y tantas batallas diarias.
Demasiados los recelos, las demandas sin réplica,
los silencios solitarios y esquivos.
Quise saber algo sobre el porqué de las soledades,
sobre el alarde de los amaneceres,
sobre la aparente fragilidad de la vida.
Era un ansia infinita repleta de necesidad y reproche,
casi casi a partes iguales.
Y lo planeé:
lo sometería a un análisis implacable.
La razón no le iba a dar tregua,
no iba a dejar una sola pregunta al azar.
Lo tenía todo programado y nada se iba a escapar
al escrutinio de mi implacable razonamiento.
Todos los porqués estaban matemáticamente organizados
y el armamento del desaliento alerta y a punto.
Esta vez no iba a tener escapatoria.
Pero Dios no me lo tomó en cuenta.
Él quiso que la fuerza de mi deseo fuese suficiente,
y acudió a la cita.
Y en ese imborrable instante el Amor se paseó sobre
mi entendimiento y lo envolvió.
Lo acarició con una delicadeza fuera de medida.
Era luz y era fuerza.
Era aliento y dulzura.
Y ocurrió: Dios me hizo saber a su peculiar manera
que Él era Amor.
Un Amor al desnudo. Sin medida. Sin explicación.
Sin formato ni condiciones.
Era una presencia real, íntima y poderosa.
Y mientras me arropaba me brindó una sabiduría milenaria,
convirtiéndome por unos instantes en
un ser generoso, tolerante, confiado, feliz.
Y tal como vino se fué, dejando mi razón enamorada y una
sonrisa burlona pintada en el aire.
Todos mis porqués se me cayeron al suelo.
Había vislumbrado el velado sentido de la vida y rozado el infinito
potencial del corazón humano, capaz de albergar
un amor sin comienzo ni horizonte.
La lupa y la cinta métrica se quedaron, definitivamente, sin argumentos.
Rosaana B.