La Tierra es una pista de despegue excepcional, y es que manejarse por el mundo tripulando con el corazón requiere de un entrenamiento exhaustivo.
Retrasos en los horarios, neblinas, tormentas, imprevistos, averías. Se cuenta que únicamente uno de cada diez mundos está provisto de semejante arsenal. En un principio podría parecer una desventaja, pero en realidad lo que allí abajo se libra sólo es viable para los luchadores más aguerridos.
En los inicios se precisan balizas de señalización que marquen el rumbo a seguir, y si se consigue un viento a favor mejor que mejor. Y es que a ras de suelo el añil del mar vibra tan intenso y la hierba se colorea tan esmeralda que es complicado no sucumbir a un exterior tan sugerente, olvidando el desafío de aprender a pilotar.
Gracias a la niebla se desarrolla la confianza. Con los retrasos florece la paciencia. En medio de las tormentas se forja la templanza. Y con la inexperiencia debe ponerse en práctica la ayuda, la bondad y la tolerancia.
No es fácil además acostumbrarse a las alturas.
Ahí las reglas son otras, las responsabilidades mayores y los fallos se pagan más caros. Allá arriba hay que mantenerse alerta y respirar consciencia.
Eso sí, cuando por fin uno alcanza a despegar puede empezar a nombrar cada estrella por su apodo. Aparece un firmamento repleto de astros serenos y elegantes que dibujan con sus fuegos sorprendentes amaneceres. Y al atrapar nuevas alturas se forman nudos de anhelo en el estómago de tanta sorpresa acumulada.
Percibir otros mundos tan exageradamente vivos y radiantes sacude el alma adormecida y empapa la mente cerrada de nueva sabiduría. Definitivamente, la Tierra es un buen punto de partida para alcanzar nuevos horizontes que conducen a realidades inimaginables para el inexperto corazón humano.
Rosaana B.